«Este tórculo tiene una historia especial, fue el regalo de bodas de tus padres. Pedí al cliente que ingresara el dinero directamente en la cuenta de tu madre, y con eso pagaron el convite.»
Mientras, me enseña una fotografía de un tórculo instalado en Gijón en el 92. Así empezó una bonita entrevista con Carles Ribes Fabregat, el «padre» de Tórculos Ribes.
Pero empecemos por el principio. Corría el año 1941 cuando Jaime Ribes, un leridano con una guerra a sus espaldas y más conocido como “avi Jaume” trabajaba de mantenimiento en una fábrica de la calle Almogàvers (por aquel entonces Almogávares) de Barcelona. Al finalizar su jornada laboral se dirigía a un precario taller de la calle Llacuna y allí observaba el trabajo que se realizaba al torno con el fin de aprender. Un día se le ocurrió preguntar al hombre mayor que regentaba aquel taller si le haría el favor de cederle un pequeño espacio para prestar servicios de soldadura y éste, que era un buen hombre, accedió. Aunque también le advirtió que no le serviría de mucho, ya que un par de calles más arriba existía una empresa de soldadura de toda la vida y con mucho prestigio. Jaime dejó su puesto de mantenimiento que desempeñaba en la fábrica, pidió prestadas 150 pesetas al vecino de abajo (que sí tenía dinero) y compró un soplete y unas pocas herramientas más, las cuales cabían todas en un capazo de esparto. Un martillo, un cortafríos y un soplete era su equipo de trabajo. También tuvo que ir a Carburos Metálicos a que le vendieran acetileno y oxígeno para soldar, tarea que no fue nada fácil, por lo que se vio en la obligación de compensar con algún que otro incentivo económico (por aquel entonces 10 pesetas eran suficientes) con tal de conseguir un botellón de gas y uno de oxígeno. Y se sentó en su espacio prestado del taller de la calle Llacuna. Hasta que un día vino un cliente, otro día dos y así hasta que en casa todos podían comer de lo que él ganaba. Al cabo de unos meses en lugar de pedirle una soldadura le pidieron un recipiente de hierro para cocer chocolate, una estantería o cualquier construcción metálica que requiriera de una buena soldadura. Porque no tenía mucho que ofrecer, pero calidad nunca le faltó. Y allí, bajo la chimenea aún conservada del campus de la comunicación de la Universidad Pompeu Fabra, empezó a trabajar con 15 años el hijo de Jaime Ribes, Carlos Ribes, quien con el paso de los años fue ganando cada vez más responsabilidades, dejando descansar a un «avi Jaume» que, cansado de la guerra y de la vida, confió a su hijo el cuidado del capazo de esparto.
Y entonces llegó el día gracias al cual me encuentro escribiendo estas palabras, en el que un cliente habitual le comentó, así como en broma: «Oye Carlos, ¿tu podrías hacerme un tórculo?». Como podéis imaginar, era la primera vez que Carlos escuchaba aquella palabra. Se fueron al Instituto de estudios norte-americanos de la Vía Augusta donde, por aquellos días, un artista americano exponía un tórculo de última generación. Carlos lo tenía claro, podía fabricar una de aquellas máquinas e incluso mejorarla. En lugar de fabricar uno, decidió hacer dos. Y en lugar de vender uno, vendió dos. Fabricó tórculos para Ediciones Polígrafa, y artistas de renombre como Chillida, también para escuelas de arte… y poco a poco fue haciéndose un hueco en el mundo del grabado, construyéndose un buen nombre y observando las necesidades de los clientes con tal de mejorar día a día su producto.
Entre otras cosas, se fijó en la dureza de los volantes que obligaba a los artistas a recurrir a una barra para hacerlo girar con más facilidad, introduciéndola entre sus aspas y provocando así que éste acabara rompiéndose. Y es por eso que sustituyó los dos volantes por cuatro barras metálicas y éstas, posteriormente, fueron sustituidas por una sola barra móvil.
Y mientras me enseña las fotografías y características de los tórculos de aquellos días, me explica sus problemas de espalda causados por el transporte de los rodillos en una época en la que los ascensores y las grúas no eran demasiado habituales.
“Cada tórculo tiene su historia”, me cuenta. “Había un programa de TVE presentado por Julia Otero (quien después fue sustituida por Isabel gemio) en el que cada participante escogía el premio por el que concursar y, en función de éste, la dificultad de las preguntas variaba.” ¿Adivináis que pidió uno de ellos? Así es, un tórculo. Y qué sorpresa la de Carlos Ribes cuando el programa se puso en contacto con él para comprarle un tórculo, transportarlo a las Islas Canarias y enviar una grúa para poderlo instalar en el estudio de la artista. Y así fue como Tórculos Ribes vendió una de sus máquinas a TVE y durante una semana del verano del 88 apareció cada medio día en la televisión. Pero lo más curioso es que su creador, por aquella época, pasaba sus últimos días de vacaciones en su apartamento de Torredembarra y por nada del mundo iba a quedarse sin sus últimas horas de playa. Por lo que no le dio más importancia y continuó con sus rutinas de verano. Como él dice “Es como si un día juegas a los ciegos y un día va y te toca. La verdad es que me hace más ilusión que un gran artista como Antón Pulido hable de uno de nuestros tórculos como “mi Gran Torino” que salga por la TV. Todo esto de los tórculos empezó como una broma y la verdad es que tampoco siento un gran orgullo por ello, era mi trabajo”.
Actualmente, Carlos Ribes visita la empresa una vez por semana, actualmente dirigida por su hijo, quien continúa dando vida a éstas pequeñas bestias y a quién conoceremos mejor en los próximos posts. Y lo que empezó con un capazo de esparto y tres herramientas básicas, así como sin quererlo, se convirtió en lo que somos ahora: Tórculos Ribes.
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